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jueves, 8 de diciembre de 2011

¿Porqué lo llaman..... cuando quieren decir....

 
PORQUE LO LLAMAN…. CUANDO QUIEREN DECIR… son una serie de entradas sobre los diagnósticos con los que se designa errónea o inespecíficamente otras condiciones vitales, nutrientes o deteriorantes, dentro del proceso de crecimiento y de desarrollo de Todo Niño.
Uno de los grandes descubrimientos del siglo XX ha estado en demostrar que los primeros tres años de vida de un niño (y evidentemente  los nueve meses previos de gestación en el continente natural más perfecto que existe, el útero) son los más importantes para su futuro. Las investigaciones nos revelan que durante el primer año, el bebé establece el mayor número de conexiones neuronales de toda su vida y no volverá a tener una etapa tan prolífica y de manera tan condensada, intensa y productiva en cuanto a expansión y explosión neuronal como en esta. En el momento del nacimiento, la mayoría de los cien billones de neuronas del cerebro humano aún no están interrelacionadas en redes (Shore, 2000), tarea que el contacto afectivo, continuado y estimulante de ese otro significativo pondrá en marcha para el desarrollo de nuestro pensamiento y las funciones de él dependientes, a través de la migración y la interconexión neuronal. A los dos años  sus neuronas alcanzan los niveles de una persona adulta y a los tres doblan el número de sinapsis de sus madres (Reichert, 2011). En los siguientes años y hasta los diez, con mayor intensidad, las neuronas que no estén en red y en uso serán eliminadas (poda), al igual que la función o actividad que sustentan.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             
Es fácil deducir entonces la responsabilidad que los adultos tenemos para y con Todo Niño, especialmente estos primeros años, y hasta que dejan de serlo, como mínimo. Si bien sabemos que la condición genética influye de manera poderosa en el nacimiento, hoy en día es innegable el principal papel que las personas más significativas que rodean, “nutren” (de vida y experiencias) y acompañan al niño tienen en su posterior desarrollo. Lejos ya de llamarlo ambiente, por lo botánico y estático del término, hoy sabemos que las relaciones que el niño establece con su mundo interpersonal más próximo, ya sean padres biológicos o adoptivos, educadores, tutores, maestros…, determinarán que su crecimiento sea amplio, denso y profundo, o bien más superficial y liviano.
Es evidente que si al nacer nuestro cerebro tiene solo un cuarto de su peso final, tres partes del mismo se “construyen” fuera del vientre materno (Reichert, 2011), a través de un otro disponible y afectuoso que posibilitará una construcción lo más sólida y segura posible.
En la base de un mundo experiencialmente rico, normosaludable y respetuoso para el bebé encontramos los buenos tratos a la infancia  (Barudy, Dantagnan, 2005), siendo determinantes las capacidades personales como el Apego,  la Empatía, el Modelo de Crianza y la Participación en Redes Sociales, y las habilidades parentales fundamentales –extensivo a cualquiera de los agentes educadores del Niño-, como son la nutriente, la socializadora y la educativa.
Son muchos (siempre, hablando de infancia, más de dos serán muchos) los niños que por unas u otras condiciones no pueden beneficiarse de los buenos tratos que la “tribu” en la que nacen debería proveerles. En tantos otros casos, además, si se dan condiciones tan graves de carencia, negligencia, abuso o abandono la huella que esa temprana cicatriz deja en sus cerebros infantiles, especialmente en esos primeros tres años, será difícil de minimizar o compensar a lo largo de su maduración.
Sabiendo que esta maduración se produce siguiendo unas etapas sucesivas y de manera acumulativa, la existencia de unos periodos críticos y sensibles nos facilitarán u obstaculizarán esta, dependiendo de la sincronía que haya entre lo que el cerebro debe aprender y que lo haga en el momento en que está más preparado para ello (aún sabiendo que muchos aprendizajes se pueden dar de manera posterior, y modificar igualmente nuestro cerebro, como ocurre con el aprendizaje de la lectura –Carreiras, 2009).
La capacidad de desarrollar resiliencia (otro de los grandes descubrimientos del siglo pasado) será un factor determinante para neutralizar ese daño y el deterioro padecido. Su principal virtud será la de permitir, a pesar de esa adversidad, que el niño pueda crecer “acorazado” y poder transformar, el dolor de la traumática experiencia que el adulto le ha infligido, en materializar todo su potencial más constructivo, haciéndolo acto. La urdimbre de esta resiliencia será el afecto, el contacto en red de seres humanos que lo sustentan y la solidaridad derivada de la empatía básica que promueve la ayuda mutua entre las personas.
Es, por esto, un deber de los profesionales que trabajamos con la infancia el conocer como la historia de vida de un niño influye y delimita su camino posterior, determinándolo en algunas ocasiones, y restringiéndole en tantas otras, funciones, capacidades y habilidades para las que su cerebro fue diseñado pero que, por los contextos dolorosos y dolientes que vivió, así como la incapacidad del adulto de promoverle y situarlo en un espacio seguro, afectivo y estable, no alcanzará todo su potencial, quedando en el peor de los casos, muy dañado.
De ahí surge la necesidad de resignificar los síntomas más comunes en niños que han visto comprometida su infancia más temprana por la incapacidad adulta de ofrecerlo un continente seguro. El objetivo es evitar que la persona que lo tenga delante (padre, profesional de la salud, de la educación, iguales…) pueda perder la perspectiva más adecuada y ajustada por el mero hecho de englobarlos dentro de diagnósticos erróneos, inespecíficos o inherentemente patologizadores, o cosificarlos en síntomas que van más allá uno u otro trastorno. El fin último: poder llevar a cabo una intervención realmente comprehensiva, remediadora y terapéutica en su sentido más amplio, siempre dentro de un trato humano, humanizante, respetuoso y lo menos dañino  posible.
…¿PORQUÉ LO LLAMAN TDAH CUANDO QUIEREN DECIR TRAUMA?  será la primera entrega…



Elaborado por: Eduardo Barca. Psicoterapeuta. Centro Alén.